Se despertó entre sudores fríos. Había tenido una de tantas pesadillas, aunque ya no distinguía la vida del sueño. Se encontraba inmóvil, mirando el oscuro techo que proyectaba las sombras ininteligibles de la habitación. Se giró para ver qué hora marcaba el reloj. Eran las cuatro de la mañana.
La ventana estaba entreabierta. Se oían los ruidos de la Gran Ciudad. Un coche acababa de pasar a toda velocidad, cual saeta en llamas. Un perro estaba ladrando en una esquina. Al rato unos pasos sonaban en la lejanía. Aquel paso marcial se introdujo en su cabeza y le estuvo atormentando, martilleando su sien a un ritmo preciso y exacto.
Se incorporó en la cama. Le dolía la cabeza, y su boca estaba seca. Tenía los labios hechos polvo y agrietados. La más mínima sonrisa y su boca se deshacería en mil pedazos, pero para ella no era problema. Hacía mucho que no sonreía.
Probó a levantarse. Le temblaban las piernas de una manera grotesca. Apoyándose en las paredes consiguió llegar al cuarto de baño. Acto seguido encendió la luz, y esta penetró en sus ojos, dejándola por un instante ciega. Cuando se le pasó se miró en el espejo. Era un saco de huesos y pellejo. Ya nadie encontraba atractiva su figura, y podía pasarse noches sin un solo cliente.
Tenía una tez pálida y cadavérica. Unas profundas ojeras sostenían sus ojos, que aun tenían restos de maquillaje. Dejó caer la blusa que llevaba puesta y contempló su cuerpo desnuda. Estaba acabada, sola y acabada. Abrió un cajón y empezó a buscar nerviosamente algo mientras tiritaba de frio. Por fin encontró lo que buscaba.
Admiró durante un instante la silueta de aquella jeringuilla. Era blanca y fina, como ella. Tenían tanto en común que podrían haber pasado por hermanas. Se sentó en la taza del váter y estiró el brazo, aquel trozo de carne casi inerte con tantas marcas como hoyos tiene un campo de batalla.
La jeringuilla entró perfectamente, como la seda. La piel no opuso resistencia. Empezó a apretar. Ya casi estaba.
Terminó de administrarse su dosis. La dejó en el lavabo y se volvió a mirar en el espejo. En aquel instante se desmoronó.
Eran las cuatro y cuarto de la mañana, y desde la calle no se oía como una chica de diecinueve años sollozaba de cuclillas en un cuarto de baño. Todos dormían.
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