Cual barco perdido en la tormenta, vagaba ella por las calles de la Gran Ciudad. Quizás fuera martes, o tal miércoles, aunque el tiempo había dejado de correr para ella.
Definitivamente la cordura había abandonado aquel frágil cuerpo de diecinueve años. Se tambaleaba por la avenida cayendo constantemente al suelo. Llevaba puesta una blusa con restos de orín y vómitos secos, y olía peor que el aliento del demonio más cruel. Se había decidido a salir de aquel apartamento, de aquella celda, de aquella jaula, de aquella vida.
Quería ser libre como un pájaro.
Una sonrisa amarilla a la que le faltaban la mayoría de los dientes se esbozaba por momentos en su rostro. Hacía meses que no contemplaba la luz del sol, y le resultaba cómodo el efecto de bienestar que le proporcionaba esta. En su cabeza no paraba de oír que todo iba a salir bien.
En una esquina unos brazos agarraron su pelo y su cuello y tiraron de ella en dirección a la oscuridad. Unos hombres de una edad de no más de cuarenta años se mofaban de ella. No paraban de zarandearla y de burlarse:
-¡Vamos, mala puta! – decía uno de ellos- ¡Dame lo que quiero! ¡Baila para mí!
El callejón estaba lo suficientemente protegido como para que aquella fechoría llegará a los ojos de la legalidad. Mientras empujaba a la chica al suelo, uno se quitaba el cinturón:
-¿Acaso no me has oído, zorrita? ¡Estás tardando en desnudarte! ¡Vamos, quítate eso!
Acto seguido le propinó un duro latigazo con el cinturón, mientras todos reían. Ella ni se inmutó, y seguía de rodillas en el suelo. Sus ojos estaban perdidos en el rostro de su agresor, mas estos no reflejaban odio, ni clemencia acaso, sino una impasible serenidad, la serenidad que desprende la mirada de alguien que ha regresado del mismo infierno.
El más joven de sus acosadores, un crio de veinte años se apresuró a quitarle la blusa que llevaba. Se quedaron pasmados cuando contemplaron aquel cuerpo blanco, sucio, esquelético y lleno de marcas de agujas. Una macabra sonrisa apareció en su tez mientras murmuraba:
-¿Qué os pasa? ¿Acaso no os parezco atractiva?- murmuró con una voz tan estropeada como sus puntas- ¿Encontráis sentido así a vuestras patéticas vidas?
-¿Y tú hablas de patetismo?- dijo uno de ellos- ¡Solo tienes que mirarte! ¡No tendrás ni veinte años y pareces un puto muerto viviente!
- Admiradme, observad mi ser, porque vosotros habéis creado esto que soy. Solo soy un objeto, un objeto estropeado por la sociedad. No apreciaréis ternura en mi mirada, ni sensualidad en mi cuerpo, y sin embargo queríais violarme. ¿Acaso eso os convierte en algo más horrendo y nauseabundo que yo?
-¡Maldita sea!- gritó uno mientras se secaba un sudor embarazoso- ¡Está loca! ¡Hay que callar a esta jodida perra! - vociferaba mientras le pegaba una patada a su cara.
-Creo que te has pasado, cabrón – le decía el compañero mientras le susurraba al oído y le agarraba del cuello.
-¡Bah, tonterías! – Exclamó – esta putita aguanta todo lo que le hagan.
De repente aquel rostro hundido en el suelo, aquella cabeza agachada de manera sumisa que no paraba de escupir sangre, comenzó a levantarse solemnemente. La grotesca sonrisa falta de dientes volvió a intimidarles.
-Sí, es cierto. He aguantado cosas que a vosotros os harían estremeceros y llorar- paró para escupir un poco de sangre- He sufrido el peor de los martirios posible, he aguantado la tortura más horrible posible: Despertar cada mañana. ¿Creéis que lo que me hagáis ahora me haría sentir algo? ¡Maldigo vuestra existencia y la de este mundo que me ha convertido en lo que soy!
Nada más pronunciar esas palabras volvió a agachar la cabeza y comenzó a sollozar. Aquella camarilla de indeseables se había quedado petrificados en su sitio. No reaccionaron hasta pasar unos segundos:
-¡Tíos, vámonos de aquí! ¡Esta tía está como una puta regadera!
Corrieron todos en retirada huyendo de aquella escena tan perturbadora. Ella no paraba de llorar y se hizo un ovillo en el suelo. Escondió su cabeza entre sus piernas y siguió llorando.
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